miércoles, 18 de abril de 2018

gracias, Pedro


Ponemos en los objetos la esperanza de la inmortalidad, por eso nos cuesta tanto deshacernos de ellos. Obsérvese este plato, por ejemplo, que nos trajo Pedro Sorela de Oaxaca la última vez que estuvo en México, hace ocho años. Lo veo ahora y lloro su ausencia temprana. Es el único que queda de un juego de seis. Pedro se estaba quedando en casa y se dio cuenta de que no teníamos platos hondos. Lo despertaba el jetlag temprano en la mañana y salía a comprarnos el desayuno. Bollos (pan dulce), que era lo que le gustaba a él (nosotros no desayunamos dulce). A la mexicana, nos daba un pudor terrible disuadirlo; una ternura tremenda, que saliera a comprarnos pan cada mañana.

El plato es lo de menos. Pedro fue una de las personas más importantes de mi vida. Le debo a Ricardo y todo lo que eso implica: un país y una familia. Le debo Flaubert y Stendhal y Maupassant y Primo Levi y Jorge Semprún y Cortázar y Borges y Cansinos-Assens y Saint-Exupéry, mi Saint-Exupéry (Pedro, Pedro, ¿quién me va a dirigir la tesis, siempre pospuesta? ¿Por qué pensé que siempre tendríamos tiempo?) Le debo tomarme tan en serio enseñar (qué importantes son los buenos maestros, Monsieur Germain...) Le debo el amor por la palabra precisa y la indignación con una profesión prostituta. Compartíamos ambas cosas en conversaciones que muchas veces acababan en bronca, a gritos. Cuánto lo quería.

Desde que me enteré de su muerte, esta mañana, suena su voz en mi cabeza. Su voz estentórea despotricando contra la superficialidad o la música alta en el café. O grave pero suave, si estaba contento, casi riendo como reía, achinando los ojos como un niño. Todo el día escuchando su voz. A esta hora de la tarde, creo que deliro, que me está hablando de verdad. Quisiera escribir todo lo que me dice, pero.

Me detengo. No tengo ninguna foto con él. No deberíamos habernos confiado. Lo voy a echar mucho de menos.


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