viernes, 15 de mayo de 2015

en Trieste

En cada palabra dada y recibida, en cada gesto y pensamiento, en cada fragmento incluso breve y casual de nuestra existencia y de la de los otros, hay algo de precario y algo de ineluctable, de caduco y de indestructible.

Llego a Trieste cargada de palabras, como a todos los sitios donde voy por primera vez. Me trae Magris, claro, pero aún más quien fue su esposa, Marisa Madieri, que condensó en Verde agua el aire de lo que yo querría escribir siempre.

A ella, cuando llegó de niña refugiada desde Fiume, la ciudad le pareció una tierra prometida: 

El movimiento en las calles, el pan blanco, la abundancia de diarios, revistas y tebeos en los quioscos, las mercancías expuestas en las tiendas, la forma de vestir de la gente me parecieron la expresión de una riqueza fabulosa.




Yo lo que sentí, ya desde el tren, que tomamos equivocadamente vía Udine y bordeó la frontera eslovena –iba a escribir yugoslava: vivimos siempre en los nombres de la infancia–, fue una punzada de dolor. Europa, Europa, qué te hiciste. Tus juderías vacías de judíos. Tus cafés, almanaques turísticos, tiendas de chucherías. Ah, Maximiliano, borracho de ganas por un imperio.







Dolor y gozo, por supuesto: es la vida. Sorpresa. La luz, el frío, el bora furioso que nos echó de la ciudad llevándonos en volandas. La elegancia de las calles, la belleza en las miradas, la comida recia. ¡Centroeuropa!



Qué insólita y seductora la sensación de estar en Viena mirando al mar.




2 comentarios:

Gypsy Romero dijo...

El castillo de Miramar?! Qué emocionante!

Leopoldo

Santitos dijo...

¡Así es! Un abrazo, Leopoldo, encantada de conocerte. Espero que hayas tenido buen viaje de vuelta.