sábado, 5 de julio de 2014

el lugar intacto



El señor Estrada, al que nadie debe de llamar así fuera de las cartas del banco, me regala Grupo salvaje, de Manuel Jabois, que leo –ya era hora– en un suspiro de sonrisa y lagrimón entre Sevilla y Huelva. En un traqueteo al compás, libro y tren me llevan mismo sitio: aquel donde fuimos niños, donde quedaron congelados y perfectos todos los recuerdos, de donde nacen todas las historias del mundo. (Esta afinidad que siento con Jabois, como con Paco Santas, por ejemplo, va más allá de las palabras y la siento anclada ahí, en los mismos referentes con los que crecimos, hijos del felipismo tardofranquista (sic), obras (buenas, malas) de la socialdemocracia española.)

Ahora estoy en ese sitio, al que vuelvo cuando puedo, al que he vuelto siempre, quizá el único en el planeta que conserva intacta la felicidad, la felicidad de a de veras. No quiero sonar sentimental (¿demasiado tarde?): lo que siento en este instante, mientras escribo atropellada, es poderosamente físico: la media luna partiendo el negro, no dejándolo ser, se despatarra sobre el mar como si fuera ella la que está debajo. Huele igual que ha olido siempre: pino, esterilla, sal. (Los hombres huelen parecido, hay uno cerca.) Todo es la promesa del verano: la promesa cumplida de que existe esa promesa, que es real, que palpita y que muerde.

No me pasa en este sitio lo que me pasa en otros viejos donde amé la vida, que comprendo cómo están de ausentes las cosas perdidas –entre ellas y sobre todo yo misma– y lloro. Aquí las ausencias no duelen de esa manera. Mi padre es un recuerdo luminoso, un gracias a la vida. Hay otro padre aquí ahora, que empuja a sus hijos a llenarse la ropa de espuma. Sus hijos, mis hijos, riendo contra el viento del cambio de marea son otra vez yo.