sábado, 31 de octubre de 2009

40 años de Anagrama

Jorge Herralde acaba de celebrar con una gran fiesta los cuarenta años de Anagrama. Motivos tiene: sigue estando en primera línea de las editoriales independientes sin bajarse del burro del afán por la excelencia.
            Esta entrevista se realizó en México, donde acudió a las conferencias conmemorativas de los tres cuartos de siglo del Fondo de Cultura Económica. Allí habló de la relación entre editor y autor, algo que en los últimos tiempos le ha dado algún disgusto: un gran grupo editorial le arrebató este verano a uno de sus autores-insignia, Enrique Vila-Matas, a golpe de talonario. Herralde se lo toma con mucha filosofía, sin rencores aparentes. Era difícil aguarle el cumpleaños, con semejante catálogo.

¿Cuál es el secreto de la aparente lozanía de Anagrama?
No es aparente sino real. El espíritu de curiosidad por una parte y de rigor por otra, además del efecto acumulativo, creo yo, de lectores del sello. Parece una presunción, pero lo que intenta todo sello literario es que transmita el mensaje de que todo lo que edita es estrictamente por razones literarias y no por ninguna desviación financiera. Esto también conforma una especie de paraguas protector para los jóvenes autores desconocidos. En nuestro caso, donde están Paul Auster, Bolaño o Nabokov, un Kiko Amat o una Berta Marsé se sienten menos desprotegidos.

Quiere decir que no tendrá veleidades típicas de la crisis de los cuarenta.
Yo no las he tenido. Pude haber tenido errores, haber pensado que un libro era mejor de lo que era, pero creo que la lectura atenta del catálogo demuestra que se ha sido fiel a este espíritu de excelencia. El autor puede hacer toda clase de gorgoritos y aspavientos proclamando sus muchas virtudes, pero finalmente, la respuesta está en el catálogo.

¿Alguna decepción o fracaso?
Decepción relativa, sí: haber publicado a demasiados “grandes autores minoritarios” con la esperanza de que alcancen el público que merecen, por ejemplo Giorgio Manganelli, Gesualdo Bufalino o Rodolfo Wilcock, sin ningún gran éxito. A cambio, hay sorpresas agradables, por ejemplo Patrick Modiano. Si no el mejor escritor francés, uno de los tres mejores, Modiano había tenido en España muy mala suerte; se habían publicado bastantes de sus libros en excelentes editoriales, como Alfaguara, Seix Barral o Debate, y fue un desastre. Hace unos dos o tres años leí un libro suyo autobiográfico, Un pedigrí, muy seco y descarnado, que me pareció una joya. Decidí publicarlo por tenerlo en el catálogo, pasara lo que pasara. Ya todo el mundo lo había dejado como un caso imposible, con razón, y de repente, hubo un redescubrimiento: pasó de vender quinientos ejemplares en otras editoriales a vender dos mil. Tampoco es que fuera un bestseller, pero con la siguiente novela que le publiqué, En el café de la juventud perdida, se produjo un flechazo con el público lector. Hicimos cuatro ediciones con doce mil ejemplares y en Gallimard, su editorial original, todavía no se lo creen. Ahora bien, estos autores que te he dicho antes, aunque sean minoritarios, para un determinado lector son fundamentales; por ejemplo, La sinagoga de los iconoclastas, de Rodolfo Wilcock, para Roberto Bolaño fue un libro de cabecera, y La literatura nazi en América está directísimamente emparentada con él.

¿Pasó lo mismo con McEwan, esto que cuenta de Modiano? Porque empezó publicando en Tusquets, ¿no?
No, no. Yo publiqué su primer libro, que he reeditado hace poco, Primer amor, últimos ritos, y quizá porque éste me había gustado tanto, su primera novela, Jardín de cemento, no me acabó de convencer y la publicó Tusquets. Luego la releí y me pareció muy buena, pero en fin [risas], uno comete errores. He publicado absolutamente todo McEwan salvo ese error de semi-juventud. Una de mis mayores alegrías editoriales es precisamente haber publicado a lo que yo bauticé un poco en broma el British Dream Team, que entonces eran unos jóvenes apenas treintañeros, a muchos de los cuales empecé a publicar incluso desde su primer libro de cuentos, lo que era casi una herejía para los editores serios. Se fueron implantando en el público, y treinta años después siguen estando en primerísima línea de la literatura contemporánea mundial, cosa muy inusual, porque muchas veces se dan generaciones brillantísimas pero no persisten tanto en el tiempo. Curiosamente, de los “tres tenores”, Barnes, Amis y McEwan, es este último quien hizo una especie de sprint y es el autor con más lectores no sólo en Inglaterra sino también en Estados Unidos.

¿Hay alguna diferencia en la relación con esos autores anglosajones con respecto a los autores hispanoamericanos?
De entrada, una fundamental: que están más lejos, es decir, no le llaman a uno de madrugada diciendo que no hay libros suyos en las librerías. Por lo demás, tengo muy buena relación con ellos. Además, estos autores son muy admirados y leídos no sólo en España sino en toda América Latina, y ellos están encantados con que les inviten a México, Argentina, Colombia, Chile. También valoran que un editor les vaya publicando todas sus obras, incluso alguna menor o fallida. Y bueno, lo que decía antes: les gusta estar en un catálogo donde se encuentran a gusto con los autores que forman parte de él.

Quizá de lo que se queja el lector latinoamericano sean las traducciones.
Esto es una cosa recurrente y discutible, y te lo voy a discutir ya.

Proceda.
No son discutibles los ensayos, tampoco las novelas con poco diálogo o con diálogos “normales”, pero sí las novelas en las que hay jerga. En ese caso, hay que optar por un tipo de slang. Para poner un ejemplo bastante contundente, el traductor de Irvine Welsh, cuyas traducciones han sido las más atacadas, optó por un dialecto del mundo de la droga; si los argentinos o los mexicanos lo entienden poco, yo diría que menos lo entienden los londinenses leyéndolo en ese inglés-escocés-drogata que utiliza Welsh. De hecho, cuando se estrenó en película Trainspotting, en Estados Unidos salió con subtítulos. Por otra parte, igual que en España, con un poco de buena voluntad, entendíamos en su época “el saco y la pollera” de editoriales como Losada o Sudamericana, se puede entender que “follar” no es ir a misa.

¿Con qué tiene que lidiar un editor independiente hoy que hace cuarenta años no existía?
Es muy distinto. Entonces el mercado no existía todavía. Yo recuerdo que los libros de la Biblioteca Breve de Seix Barral, la colección estrella de la mejor editorial de los sesenta, muy raramente se reeditaban –y tiraban tres mil ejemplares. Es a mediados de los años ochenta que los autores empiezan a vender bien. Antes, los escritores no vendían –excepto uno, visible y estentóreo: Gabriel García Márquez. Se luchaba contra la censura, que era arriesgado pero muy gratificante; era un enemigo perfilado, odioso, horroroso, un poco torpón en sus últimos tiempos…
            En mi caso, las finanzas, que en la primera década estuvieron entre precarias y menos que precarias, empezaron a asentarse a partir de los ochenta, cuando empecé la colección “Contraseñas”, de la llamada “narrativa salvaje”, con autores como Bukowski o Hunter S. Thompson. Luego inicié, en los noventa, la colección “Panorama de narrativas” de literatura traducida, al principio con autores casi desconocidos, y tuve la suerte de que los bestsellers fueran de excelentes autores; es decir, no fui a buscar autores muy comerciales para equilibrar las finanzas. Para entonces, ya quedó diseminada “la peste amarilla”, como la denominó el viejo Lara.

Bueno, Planeta no se puede quejar, que algún autor se ha llevado…
De la “peste amarilla”, no. Se ha llevado uno, y ahora, que es Vila-Matas. En realidad se han ido pocos, pero se pueden ir más, estando como están el mundo y el mercado. En cualquier caso, yo diría que la fidelidad ha sido bastante alta, y sería estúpido pretender una fidelidad con mayúscula, con todas esas tentaciones, agentes azuzando, premios literarios, anticipos enormes… De todas formas, los pocos que se han ido eran autores a los que Anagrama les pagaba grandes anticipos que ya no cubrían; si se van con un gran grupo que llega a multiplicar por cuatro esos anticipos… es muy humano.
            No es que los grandes grupos sean el demonio en persona, pero su posición en el hábitat de la edición hace que necesiten sostener unas cargas de estructura muy grandes, unos beneficios absolutamente fuera de lugar, y esto propicia la banalización de la cultura, porque han de publicar libros no importantes, por decirlo de una forma suave, de rotación rápida. Ahora bien, también existe una serie de lecteurs forts como dicen en Francia, que posibilitan la existencia tanto de editoriales independientes veteranas como de una pléyade de nuevas editoriales muy literarias, y sobre todo, existen librerías que gracias al precio único no se han sumido en la desbandada, como ha pasado en Estados Unidos y el Reino Unido.

Son los grandes grupos, entonces, el malo de la película, mucho más que los agentes.
Bueno, algunos agentes literarios y algunos grupos hacen una pinza con muy pocos escrúpulos, considerándolo todo una mercancía.

¿Cómo se sintió personalmente ante la marcha de Vila-Matas?
Bueno, está dentro de una normalidad… indeseada. Pero mira, yo he publicado a Vila-Matas durante veinticinco años. Hablamos de un Vila-Matas que publicó cuatro libros con un fracaso estrepitoso –dos en Tusquets, donde luego ya no lo quisieron, y dos en editoriales minúsculas. Empezó a publicar con nosotros y durante casi veinte años fue subiendo lentamente, a base de buenas críticas y de convertirse en autor de culto. Hasta Bartleby y compañía no hubo una eclosión y empezó a venderse –como veinte mil ejemplares. Lo animé a que se presentara al premio, lo ganó, y llegamos a publicar sus cuatro o cinco últimos libros. Tras el pináculo que fueron Bartleby... y París no se acaba nunca, en los tres últimos libros había habido un declive de ventas claro. Hay que decir que de los anticipos que le pagábamos en cuanto empezó a vender, no se recuperaba ni la mitad. En el momento en que él tomó a una agente, muy codiciosa y muy conocida, ya preví el desenlace. Esta agente me mandó la novela y me dijo: “también la presentaré a otras editoriales, porque Vila-Matas quiere saber cuál es su valor en el mercado”, y le contesté: “me parece muy bien, pero te referirás al mercado de las subastas, porque el mercado de las ventas reales él ya lo sabe”. Con Vila-Matas siempre habíamos hecho lo mismo desde que empezó a vender: él me decía lo que quería cobrar y yo se lo pagaba, y así se lo reiteré a la agente, para que se quedara a gusto en Anagrama. La cantidad que dio era astronómica y… son cosas que pasan. En realidad no me afectó mucho, incluso te diría que si tuviera un director financiero, estaría aplaudiendo su marcha.

¿Cuándo diría que se disparó esta burbuja de adelantos exorbitados?
Tiene una fecha bastante precisa, y es a finales de los ochenta, cuando se produjeron las grandes concentraciones editoriales. Planeta absorbió editoriales tan importantes como Seix Barral o Destino, y se creó esta especie de extraño engendro Random-Mondadori-Bertelsmann, que también compró editoriales prestigiosas como Lumen o Plaza y Janés. Tenía razón José Manuel Lara Jr. una vez que me dijo: “claro, somos tan gigantescos, que nos movemos un poco y aplastamos a alguien”.

¿Quién le ha querido comprar Anagrama?
Prácticamente todos. El primero fue José Manuel Lara padre, que dijo en televisión: “yo quiero comprar Anagrama pero con Herralde dentro”. También se interesaron franceses e italianos (Hachette, Bompiani), pero la respuesta siempre fue la misma: Anagrama no está en venta. Luego uno no puede impedir las leyendas urbanas, y desde hace veinte años se dice que si Anagrama y Planeta tal o cual, y nunca hemos tenido la menor conversación. Las opiniones que he vertido sobre Planeta últimamente creo que demuestran que es una leyenda urbana, tenaz pero leyenda.

¿La competencia son colegas o son enemigos?
Cuando empecé a editar, no se nos pasaba ni por la cabeza que pudiéramos ser enemigos ni competidores. En aquel entonces, un grupo de ocho editores incluso montamos una distribuidora común, Distribuciones de Enlace –con Carlos Barral, Beatriz de Moura, Josep María Castellet, etcétera–, que creaba esta sensación de que éramos cómplices. Sí hay el pacto no escrito, que nosotros seguimos a rajatabla, de no buscar jamás a ningún escritor publicado por una editorial independiente donde se sienta a gusto. Un ejemplo es la mujer de Paul Auster, Siri Hustvedt, una excelente novelista que publicaba en la editorial Circe, de una buena amiga mía: hasta que Hustvedt no quiso salir de esa editorial, yo no le ofrecí publicar en Anagrama.

¿Le hace caso a Mario Muchnick cuando dice que no hay que hacerle caso a los críticos?
Mario Muchnick, a quien quiero mucho, a veces tiene afirmaciones un poco atrabiliarias. Si lo que quiere decir es que el papel de la crítica actualmente es mucho menos importante que hace décadas, tiene razón. Es decir, se ha perdido un poco el mandarinato. Por poner un ejemplo, El País en los años ochenta, en todo su esplendor, con Rafael Conte en todo su esplendor, influía tremendamente en las ventas. A Conte, que era un crítico excelente y un gran amigo mío, de cuando en cuando le gustaba dar la campanada, y a mí me pasó con varios títulos, uno de ellos Bella del Señor, de Albert Cohen. Lo publicamos coincidiendo con la Feria del Libro de Madrid, y en esos días salió una página entera de El País con la crítica de Rafael Conte: “la mejor novela de amor del siglo”. Pues bien, a la caseta venía gente pidiendo el libro con el recorte de Conte en la mano. Un libro cuyo destino hubiese sido vender dos o tres mil ejemplares, vendió unos cincuenta mil.

Es Jorge Herralde, es el año 2009 y tiene cuarenta años menos. ¿Fundaría Anagrama hoy?
Fundaría otra Anagrama. Aquella cosa tan revulsiva, tan heterodoxa, tan radical políticamente, ahora no tendría sentido. El mundo ha cambiado mucho, pero literariamente sí sería una cosa muy parecida.

¿A qué editorial joven se parecería?
Se parecería a Anagrama [risas]. Hay editoriales jóvenes excelentes que han aparecido en los últimos años, y entre ellas yo destacaría Libros del Asteroide o Minúscula. Yo les digo que están condenados a la excelencia: su única defensa es publicar libros buenos y que la gente sepa que ahí hay alguien pensando en la buena literatura. Si empiezan a dar palos de ciego, se acaba la historia. ~

(Publicado originalmente en la edición española de Letras Libres, núm. 97, octubre de 2009.)

lunes, 26 de octubre de 2009

Diego Buñuel, periodista

“Son más interesantes las historias donde hay control que donde no”

Entra un joven de metro noventa, guapo y sonriente, a una clase llena de alumnos de Comunicación de la Ibero. Parecería un modelo de publicidad, pero empieza a hablar de periodismo como en las viejas escuelas: datos, buenas historias, ética, humildad, ¡escribir! Se llama Diego Buñuel (París, 1975) y es nieto del Luis de Calanda. El próximo lunes 2 estrena en el canal National Geographic su serie documental Don’t tell my mother I’m in… (rellénese con el nombre de un país en guerra, dictatorial o con algún tipo de conflicto), cuyas historias intentan dar la vuelta a la imagen generalizada de esos lugares y, más importante, a la manera de contarlos.

En tu programa te dedicas a desmontar lugares comunes sobre los sitios a los que vas. ¿Qué te has encontrado en México que a la gente le sorprendería saber?
Algo muy simpático: que hay muchos gays introduciéndose en la lucha libre, un mundo predominantemente machista. Siempre han estado los luchadores exóticos, pero era más un papel que una tendencia sexual, y ahora hay algunos que son abiertamente homosexuales. Los descubrí en Naucalpan.

¿Cómo se mantiene el equilibrio entre las historias extravagantes y las historias serias para no caer en el folclorismo?
Nunca hago historias etnicistas o folclóricas: siempre son pequeñas historias que cuentan una grande. Los luchadores gays, por ejemplo, no son folclore, sino una prueba de que la sociedad mexicana está cambiando. Si haces algo solamente chistoso, no desempeñas correctamente tu trabajo de periodista, pero si lo mezclas con cosas más serias, te sale una historia completa. Además, es importante variar las emociones.

¿Qué país te ha sorprendido más, para bien o para mal?
Corea del Norte –he sido uno de los raros que han podido grabar ahí, dos veces, la segunda durante más de veinte días–, un lugar increíble, porque es como un viaje en el tiempo: regresas a la Unión Soviética de los años cincuenta.

Detalles, por favor.
Por ejemplo, llegué a un estadio donde había cien mil niños formando una pantalla gigantesca, y cada niño era como un píxel de color, con un libro en la mano que abrían y cerraban, cambiando la forma de la imagen completa. ¡Pero cien mil niños!

Lo cual demuestra la megalomanía de ese régimen…
Sí, tremenda. También me llevaron al campo, donde ves la realidad del país: todo el mundo tiene hambre, no hay tractores ni máquina alguna, todo se hace con las manos, como en el siglo XVI… Es una tragedia terrible.

Dices que si uno prepara bien su trabajo, no se siente en peligro, pero no me acabo de creer que no hayas tenido miedo en algún momento…
Sí, cuando era más joven. Una vez, en el Congo, me interceptaron niños-soldados, completamente drogados, con kaláshnikovs, diciéndome que me iban a matar y no sé qué más cosas. Tuve la suerte de que diez minutos después llegaron soldados de las fuerzas francesas que me llevaron de ahí, pero sí fue uno de esos momentos en que piensas que las cosas pueden ir muy mal.

¿Fue tu experiencia como soldado francés en los Balcanes durante tu servicio militar lo que te llevó a ser corresponsal?
No. Cuando tenía catorce, quince años, acudían a mi casa, donde siempre se organizaban cenas con intelectuales y periodistas, dos corresponsales de guerra, del New York Times y del Washington Post, que me contaban sus experiencias en el Líbano, en Vietnam… Para mí eran historias fantásticas –siempre he tenido una fascinación con la guerra, no sé por qué, especialmente la segunda guerra mundial–, y así empecé a tener ganas de ser corresponsal.

¿Hasta qué punto es libre el corresponsal de guerra para informar de lo que quiere?
Bueno, en mi experiencia siempre he tenido mucha libertad, porque llegaba a países donde no hay control. Es cierto que en algunos sí lo hay, como en Irán, donde mis historias tenían que acotarse a un tema muy específico, o en Corea del Norte, donde hay un control total. Pero ése es el chiste: son más interesantes las historias que encuentras donde te controlan que donde no; cuando hay más dificultad, desarrollas maneras de hacer el trabajo mejor.

Desmonta algún lugar común sobre el corresponsal de guerra.
El problema es que nos movemos en el estereotipo: que beben mucho, que agarran todas las mujeres que pueden… Son gente a la que le cuesta mucho hacer su trabajo y conciliarlo con la familia. Yo por ejemplo estoy casi seis meses al año viajando.

¿Y tu mujer qué dice?
Mi mujer ya sabe que así es mi trabajo… pero a veces sí es durísimo. Es un trabajo en el que todos los días tienes que salir a luchar, por eso me gusta, para sacar las historias, e historias que son más difíciles de las habituales.

De todas las estrategias del periodista de conflictos, cuál dirías que es la más importante.
Mantener los ojos abiertos, no tener prejuicios, y no ir donde piensas que la historia pasa, porque a veces la historia está en lugares más discretos.

¿No desanima tanta injusticia en el mundo?
Sí, pero tienes que tener presente que viajar a esos países es como llegar en una nave espacial a otro planeta: la vida no tiene el mismo precio ni la misma importancia. Y no puedes hacer la comparación entre tu vida en México, en París o en Londres y los países del tercer mundo, porque de lo contrario te vuelves loco: las injusticias son tales que no lo soportarías. El primer mundo no es el verdadero mundo, pero tampoco el resto puede vivir como nosotros, porque ese estilo de vida destruiría el planeta inmediatamente.

Eso que dices, ¿no corre el riesgo de convertir al periodista en un relativista moral?
No, yo no tengo ese relativismo, porque me afecta mucho lo que veo y lo que hago. Pero eso es importante conservarlo, porque te inclina a desear cambiar las cosas.

Tienes ascendencia española, estadounidense, naciste en París… ¿De dónde te sientes más?
También me siento mexicano: mis abuelos vivieron aquí durante años y yo de pequeño venía todas las navidades y en verano. México, los Estados Unidos y Francia son mis patrias, y aprendí los tres idiomas, lo cual me abrió muchas posibilidades para trabajar.

¿Te pesa el apellido?
Para nada. Hay dos cosas que puede hacer un apellido: aplastarte o darte ganas de ser mejor, en este caso que el abuelo. Y eso fue lo que pasó. Yo veía en la casa del abuelo todos los premios que había ganado, y me dije que no podía hacer cine, porque él ya lo hizo todo. (Además, mis padres también se dedicaron al cine.) Enseguida pensé que tenía que abrir mi propia ruta. Hago periodismo, que es mi carrera, y estoy muy orgulloso de mi abuelo y de mi apellido, pero también construí mi nombre, que es Diego. Buñuel, pero Diego.

¿Tienes alguna anécdota que recuerdes especialmente de él?
Le fascinaban las armas. Es posible que por esa razón a mí también [risas]. Tenía una colección de veinte rifles, diez pistolas, y cuando yo era niño me las enseñaba en su oficina o nos íbamos a disparar. Un arma es excitante: hace ruido, tiene un olor particular, puedes tocar algo a veinte metros de un disparo… La tragedia de mi vida es que mi abuelo murió cuando yo tenía ocho años; me hubiera gustado haber tenido once o doce, porque a esa edad ya podría haberle hecho preguntas más interesantes.

¿Tu madre está ya más tranquila?
Sí, ahora que ve lo que hago. Pero cuando he venido a México para grabar algo sobre los narcos, se pone muy nerviosa. Nunca está ganada esa batalla con las madres.

(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 26 de octubre de 2009.)

martes, 13 de octubre de 2009

Pablo Zulaika, publicista

“Pasé de ser infractor a colaborador de la Brigada Grafitti

Pablo Zulaika es un publicista que desmonta cualquier lugar común sólo con verlo. Nacido en Vitoria en 1982, lleva dos años y medio en México –donde decidió aprender euskera y jugar al frontón “por nostalgia”. Este verano se le ocurrió la iniciativa “Acentos Perdidos”, consistente en pegar tildes faltantes en carteles callejeros y que recoge en el blog del mismo nombre. Ya lo secundan en once países de habla hispana.

Cuéntame de tus altercados con la Secretaría de Seguridad Pública, por favor.
La chica que lleva el blog en Perú se inventó el nombre de “Tildetón” para el evento de juntar gente y salir a la calle a acentuar. Aquí copiamos el nombre, y lanzamos la iniciativa para el sábado 3 de octubre. Convocados fundamentalmente por internet, nos juntamos detrás de la Catedral como veinte personas, algo que nos sorprendió. Fuimos caminando por la calle República de Brasil, y cada vez que faltaba un acento pedíamos al establecimiento permiso; todos accedían bien, primero extrañados pero luego divertidos, e incluso nos prestaban bancos para alcanzar el letrero. Llegamos a la Plaza de Santo Domingo y cuando me quise dar cuenta, una de las chicas ya estaba poniendo un acento en los carteles de señalización de las calles de la esquina de Brasil con Cuba, donde faltan los acentos a “República” y a “Cuauhtémoc”. De repente, llegan dos agentes y nos dicen que estamos infringiendo un artículo del reglamento ¡de cultura cívica! ¿Cómo iban a tener la vergüenza de multarnos cuando corregíamos algo que sus representantes no escriben bien? Pues nos multaron, y la gente alrededor se empezó a oponer. Un señor de unos cincuenta o sesenta años, que pasaba por ahí, dijo: “Señor agente, como ciudadano, ¿le puedo decir algo? No se imagina el ridículo que vamos a hacer en las noticias si ustedes los detienen. Están aportando cultura a esta ciudad y ustedes los están haciendo pasar como delincuentes”.
            Yo abogué por la chica, Brenda, diciendo que en realidad yo la había instigado. La pobre chava había venido con su maestra como parte de un trabajo de clase, imagínate. Todo el mundo empezó a hablar con sus abogados, con medios de comunicación... Se armó un pequeño desmadrito, pero todo sin levantar la voz. La gente estaba preocupada –les da mucha desconfianza que te metan en un carro de policía, quién sabe dónde vas a acabar–, pero yo tranquilicé a Brenda, porque afortunadamente esto había tenido bastante prensa y no se iban a atrever a tocarnos. En la delegación de policía de la colonia Guerrero, nos presentan al oficial de turno como infractores por estar poniendo stickers, y cuando pregunta a los agentes qué era eso, responden: “unas cosas que dicen que son como acentos”. Dice el oficial: “güey, estos son los chavos que van corrigiendo la ortografía, han salido en televisión; ahí les dejo a ustedes si quieren detenerlos o no”, y añade: “por cierto, además se han equivocado de delegación: tienen que llevarlos a Pino Suárez”. Resulta que era la “Brigada Grafitti”, recién estrenada, y no habían detenido a nadie antes de nosotros.

¿Cómo surgió la idea de “Acentos Perdidos”?
Por la típica conversación entre redactores de publicidad: alguien había visto mal escrito no sé qué firmado por alguna secretaría pública. Además, teníamos un proyecto de hacer un libro que llegamos a presentar al FONCA, sobre la sensación que produce sentarte con gente de otro país que se supone habla tu lengua pero que no es la misma. A mí se me ocurrió pegar acentos por las calles como una forma de promocionar ese libro, que finalmente nunca se escribió. Al cabo de un año, yo seguía dándole vueltas a la idea. Una campaña así era ideal para clientes tipo Gandhi, pero mi agencia no le lleva la publicidad, así que no era posible. Mi opción era ir a una librería y venderlo yo mismo. Mucha gente me aconsejó vender la idea a cualquier cliente, un bar, por ejemplo, pero no me convencía que una marca se apropiara de la ortografía. Finalmente pensé en llevarlo y dirigirlo yo, firmando como corrector, con la norma ortográfica escrita en cada sticker en forma de tilde. Al empezar a hacer el blog, la difusión fue mucho mayor que poner en la calle un acento al día. El único movimiento mediático que hice fue anunciarme en Facebook. A los cuatro días de abrir el blog, ya había dos mil quinientas visitas. Sorprendido, recibí una llamada de una reportera de Reforma que quería hacerme una entrevista; sale en Reforma y en Metro al mismo tiempo y de ahí revienta. A los tres días lo vi en un noticiero de Argentina... Y hasta hoy.

Reivindicar acentos está muy bien, pero qué hacemos con los acentos sobrantes y persistentes como en “Santa Fé” o “tí”?
Hice también unos tachones, pero son muy invasivos; el acento es práctico y muy sutil. No tachas nada: aportas, que es más bonito que increpar.

Ya teníamos claro cómo funcionaban las tildes diacríticas, y de pronto la RAE, en la última reforma ortográfica dice que “solo” o los demostrativos no llevan acento a menos que haya confusión en la frase.
Yo lucho por poner bien el “solo” que hay en muchos anuncios de nuestros clientes, pero ellos insisten en ponerle acento a cualquier “solo” que sea adverbio. Contraviene la norma, pero no le puedes estar diciendo a la gente en la calle cada día “oye, que ha salido una enmienda de la Academia…”

¿Cuáles son los errores más comunes que ves?
Los “tís” y los “Santa Fés” que dices son muy comunes. Algo curioso que vi, no sé si es algún tipo de dislexia, fue “véhiculo” en un concesionario de Peugeot. También, unas vallas del Partido Nueva Alianza, de siete por tres metros, prometiendo “seguridad y educácion”. ¿Cómo les vas a creer si te dicen “educácion”?

¿Dónde crees que esté la raíz del problema?
No sé, habría que preguntarle a algún experto. Una vez vi un cartel en el Museo de Venustiano Carranza que ponía “exposicíon”, como si hubieran dicho: “oiga, jefe, ¿esta palabra lleva acento?”, le hubieran dicho que sí y ellos lo hubieran puesto donde les parecía.

¿El caso es peor aquí que en España?
Siento que es peor, pero porque aquí no hay tanta preocupación. El mexicano en general es más permisivo.

¿Ya está enterada la SEP de tu movimiento?
Creo que sí, por cómo terminó la detención. Algo que me tenían que haber dicho los agentes que nos detuvieron era que existía un oficio que podía pedir para ampararnos. En la delegación de policía de la calle Londres, el lunes siguiente, me llevaron al jefe de la unidad, que le hizo gracia el caso, me vio y me dijo: “córtese el pelo, joven, le quedaría mejor. Pero su proyecto está muy bueno. Vamos a ver si hablamos a la SEP para que lo sepan”. Salí con una cartita que me autoriza a poner stickers en cualquier cartel del DF porque es un proyecto considerado social y educativo. Según el texto, colaboro con la “Brigada Grafitti”: se volteó la tortilla en 36 horas.


(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 13 de octubre de 2009.)

domingo, 11 de octubre de 2009

transición

El día que llegué a México a vivir, se fue la luz en casa tres veces seguidas. "¡Te juro que esto no pasa todos los días!", me dijo Ricardo, no pensara yo que había ido a parar a una aldea africana y tomara el camino de vuelta al aeropuerto... (Todos los días no, en efecto, pero sí varias veces a la semana, especialmente en época de lluvias y en Coyoacán). Más tarde me escandalizarían los cables colgando, contaminando la vista de las calles, o los "diablitos", esos puentes que permiten el robo de la luz a pleno sol. Un día intentaron explicarme (quiero decir, me lo explicaron bien: era yo la que no entendía del todo) el insólito caso de la compañía que daba servicio al DF y a los estados circundantes, Luz y Fuerza del Centro, un animal deficitario e ineficiente lastrado por un sindicato tiránico y corrupto. Que fuera estatal no era excusa: la empresa que proporciona servicio al resto del país funciona perfectamente y también es pública.

Otro de esos primeros días, Ricardo me preguntó qué opinaba como extranjera del gobierno, si pensaba que lo haría bien o mal. Le dije que ningún gobierno mexicano haría avanzar la democracia y el bienestar si no acababa antes con esas instituciones tiránicas y corruptas que durante setenta años habían crecido como setas venenosas a la sombra del PRI, y que seis años después de la instauración de elecciones limpias ahí seguían, tan campantes.

Anoche el gobierno emitió un decreto –inteligible como pocos documentos legales– por medio del cual eliminaba Luz y Fuerza del Centro haciendo cumplir la ley que se lo permite, y, aprovechando los festejos (siempre desmedidos) por el pase de la selección nacional de fútbol al Mundial, mandó a la Policía Federal a tomar las instalaciones de la compañía.

A pesar de las amenazas del Sindicato Mexicano de Electricistas (electricistas a los que me gustaría ver poner una clavija) y los previsibles titulares de la Prensa Vigilante, la noticia nos hizo el domingo. Si todo sale bien, habrá empezado la verdadera transición.

(NOTA: son las 22:57 de la noche y sigue habiendo luz en casa).

miércoles, 7 de octubre de 2009

José Antonio Caballero, abogado del caso Acteal

“El sistema penal es como una línea de producción que desemboca en la cárcel”

El 22 de diciembre de 1997, 45 indígenas –hombres, mujeres, niños– fueron asesinados en Acteal, una aldea de Chiapas. Acusadas por la masacre, se detuvo a más de ochenta personas, en la cárcel desde entonces. La Suprema Corte de Justicia decidió liberar a veinte de ellas el pasado 13 de agosto, no sin polémica: aún no se sabe realmente qué pasó, y los muertos siguen esperando justicia. José Antonio Caballero, director de la División de Estudios Jurídicos del CIDE, explica los detalles del caso.

¿Cómo te embarcaste en este caso tan complejo?
El caso ya lo había tomado la Clínica de la División de Estudios Jurídicos del CIDE, operada por estudiantes y dirigida por el estupendo abogado Javier Angulo, en enero de 2007, y yo me incorporé en julio del mismo año. La Clínica se encarga de asuntos que tengan un potencial no sólo para defender a acusados sino para marcar cambios en el derecho en México. No todos los días tocan a la puerta casos que puedan tener trascendencia constitucional, y no todos los casos tienen condiciones para ser defendidos. Acteal es interesante porque es un caso de ochenta indígenas tzoltziles encarcelados durante una década –muchos de los cuales no sabían siquiera por qué estaban encarcelados–, marginados económica y socialmente, acusados de una masacre espeluznante y a la vez, víctimas de un proceso repleto de violaciones. El caso era elocuente por sí solo, pero además, implicaba modificar los patrones sobre los que funciona la justicia en México. Lo que se tiene en cualquier Estado democrático es el derecho a un juicio, pero un juicio donde tengas oportunidad de defenderte, no una pantomima, como era el caso.

¿Qué tipo de irregularidades hubo para que se pudiera excarcelar a esas veinte personas?
Desde las más básicas, como el acceso a un intérprete cuando el acusado no habla la lengua en la que le procesan o el acceso a una defensa de calidad, hasta las más complicadas, como la fabricación de pruebas para inventar culpables. Adicionalmente, parte de la culpa es de los jueces, y esto hay que subrayarlo. Por un lado tenemos responsabilidad de los agentes del ministerio público, fabricando pruebas, y por otro, de jueces indolentes, que consideran que su trabajo es meter a la cárcel a la gente, no defender derechos. Pareciera que el sistema penal fuera una línea de producción, y una vez que el individuo está sentadito en la banda, adiós: los demás se van a dedicar a ponerle el tornillo que le falta y la cadena va a desembocar en la cárcel. Es una maquinaria que además tramita pobres; las estadísticas de nuestro sistema de justicia penal así lo muestran, y no es casualidad. El sistema se ensaña con el que tiene menos condiciones para defenderse.

Pero de esos veinte excarcelados, hay indicios de que alguno sí puede ser culpable…
No indicios, sino confesiones. De los ochenta procesados, hay cinco personas confesas. Lo que hizo la Suprema Corte de Justicia el mes pasado fue liberar a veinte y modificar el proceso para otras siete, una de ellas confesa. Pero el argumento ahí es muy fuerte en cuanto a debido proceso: si es confeso, igual tiene derecho a que se demuestre su culpabilidad. Todos estamos familiarizados con la Declaración Miranda –“tiene derecho a permanecer callado” etcétera. Ernesto Miranda era un mexicano indocumentado que en los Estados Unidos fue acusado de secuestrar y violar a una mujer. Miranda dijo que sí lo hizo y lo procesaron, pero al revisarse el caso en la Suprema Corte de Justicia de los Estados Unidos, se dio el argumento de que la Constitución de ese país, igual que la mexicana y la de cualquier país democrático, mantiene el privilegio de no-autoincriminación, es decir, todo el mundo tiene derecho a permanecer callado y a que nadie lo obligue a declarar en su contra. En el caso Miranda, la policía no le advirtió de esos derechos, con lo cual no estaba contribuyendo a garantizarlos. Esa violación afectaba de tal forma la estructura del proceso, que lo desarmaba, lo viciaba de raíz.

¿De qué manera se va a revisar el caso de los demás presos?
En el caso de los confesos se va a revisar en los términos que en su día decidió la sentencia de la Suprema Corte de Justicia: va a regresar al Tribunal Unitario, el tribunal de apelación, y éste tendrá que emitir una nueva sentencia siguiendo los parámetros que plantee la Corte. Ahora bien, quedan en la cárcel otras cerca de sesenta personas. De éstas, alrededor de veinticinco tienen todavía el proceso vivo, y sus amparos se quedaron atorados porque uno de los ministros de la sala a la que asignaron el caso, Sergio Valls, no aceptó el argumento de la defensa. Después, quedará el problema de una treintena de personas. Éstas ya no tienen más posibilidad de apelación. Tendremos que interponer un recurso extraordinario en función de lo que resuelva la Suprema Corte de Justicia en cada uno de los casos. Si la Corte determina que hay pruebas falsificadas y hay condenados por esas pruebas, exigiremos que los liberen.

Mientras, los 45 muertos siguen ahí. ¿Qué se sabe de Acteal a la luz de las pruebas?
Nada. La investigación criminal realizada por la Procuraduría es tan deficiente, que difícilmente se puede armar algo. No hay un relato claro sobre lo que sucedió. Por ejemplo, dentro de esa matanza terrible hay muertos por herida de bala y muertos por machete y otras armas…

Muertos por machete que no menciona ningún testigo…
Deja tú eso. El caso se concentra en las armas de fuego, pero cuando se le hizo la prueba del rodizonato de sodio a los acusados, todos salieron negativo. Lo que pasó fue un escándalo mundial, y sin embargo el Estado mexicano ha sido incapaz, doce años después, de proporcionar una explicación racional del suceso.

¿No tiene que ver con que hay gente interesada en que no se sepa la verdad?
En realidad eso es especulación. Me parece que en la raíz de este problema están las deficiencias operativas de nuestras instituciones. Cuando ves el tipo de errores cometidos en investigaciones delicadas, empiezas a pensar que no es ni siquiera algo que se haga a propósito: son ineptitudes estructurales del ministerio público y no una especie de conspiración. La verdad es que la manera tan burda en que se condujo la investigación no se aleja mucho de la manera en que se llevan a cabo otras investigaciones. Lo que ocurre es que no son casos tan elocuentes y conmovedores como el de Acteal. En el fondo, Acteal se asemeja a miles de casos de gente abusada por el sistema que no llaman la atención porque no tienen ese impacto social.

¿Y por dónde empezar a arreglar el asunto?
La única manera de revisar el proceso penal y de auditar su calidad es con una buena defensa profesional y con jueces exigentes.

¿Cómo se defienden ante las críticas de una parte de la opinión pública?
La defensa no propone una teoría del caso, no tomamos el caso para dilucidar qué pasó, y la autoridad mexicana no ha sido capaz de hacerlo. Sólo desmontamos una pantomima de juicio, señalamos violaciones sistemáticas a los derechos humanos. Lo que nos parece muy difícil de entender es que haya derechos humanos para tipos que nos caen bien y que no los haya para los que no nos caen bien. ¿Nos tomamos en serio los derechos humanos? Entonces no importa a quién se apliquen. Si no, erradiquemos las reglas y establezcamos un aplausómetro para decidir culpables.

¿En el desarrollo del juicio se han manejado alguna vez los informes de la inteligencia de Estados Unidos que afirman que en la época en que ocurrieron los hechos la inteligencia mexicana apoyaba a los grupos paramilitares?
No, prácticamente no. Pero la idea de pensar en cuerpos paramilitares organizados, como lo entiende el derecho internacional, me parece muy difícil de demostrar en las condiciones en las que se encontraba la región de Chiapas por aquel entonces.

¿A qué te refieres?
Son gente muy marginada, que tiene muchas dificultades simplemente para su sustento diario. Pensar en una movilización o en grupos armados estables me parece complicado. En este momento no hay una evidencia clara que lleve a pensar que eso existió. Si la hubiera, la querríamos ver, y desde luego el Estado mexicano tendría que actuar. Nosotros no estamos por que se oculte la verdad, precisamente todo lo contrario: si se tiene que procesar y encarcelar a alguien, que se haga, pero correctamente.

¿Hay esperanzas de que los culpables acaben en la cárcel?
Eso es un problema de presión pública. En este momento, tenemos una misión con nuestros defendidos y la asumiremos hasta el final. Cuando concluyamos la defensa, como mexicanos, seremos los primeros interesados en que se sepa la verdad. Pero vamos paso a paso: de alguna manera, profundizar en la investigación no es lo que nos corresponde como abogados defensores. Ahora, eso no quiere decir que nosotros obstruyamos la investigación. Sólo que en este momento, el trabajo es que nuestros defendidos salgan y tengan un debido proceso. Una vez garantizado eso, me interesará trabajar para aclarar lo que sucedió. Te diré algo más: lo que les pasó a nuestros defendidos fue todo menos un juicio. Y no es un tecnicismo. Si la autoridad es la encargada de hacer respetar la ley, ella misma tiene respetarla. Si eso no ocurre, no tenemos un Estado democrático de derecho.~


(Publicado originalmente en el blog "Otras voces" de la revista Letras Libres, el 7 de octubre de 2009.)