sábado, 2 de mayo de 2009

Día 9. Ya está bien

Esta mañana me rebelé contra mi querido guardián de la puerta y mi santa madre, que me llama a diario desde el viernes pasado, y me negué a ponerme la mascarilla para salir a la calle. La población de riesgo a la que pertenezco puede recibir antivirales, en el caso extremo de que me contagiara, algo que a estas alturas veo menos probable a que me atropelle un coche.

En el consultorio, el médico nos pregunta si conocemos a alguien con influenza. No. Si conocemos a alguien que conozca a alguien con influenza. No. "Yo tampoco", dice el desconfiado. Y no es que yo desconfíe de que haya muerto gente. Por supuesto que no. Simplemente creo que se detectó tarde la gravedad del virus y que eso se unió a un sistema sanitario deficiente, al que la gente no acude hasta que es de extrema necesidad. Y vaya si esta vez lo era. Hasta los pudientes prefieren llamar al médico antes que acudir a consulta, y la automedicación en México está a la orden del día (cualquier antibiótico se puede conseguir en una farmacia sin más trámite que pedirlo por su nombre, y a veces ni eso). De una gripe nueva que tiene tratamiento no debió haber muerto nadie. Intubar a pacientes en hospitales públicos no debió causar otras infecciones que a su vez causaran la muerte (como sugirió el secretario de Salud en una de las ruedas de prensa). El gobierno debió hacer lo posible por aclarar los perfiles de los fallecidos antes de lanzar al aire alegremente una cifra bicentenaria (¿es que no hay una estadística a mano de cuántos muertos por neumonía atípica hay al mes en este país?) Y los medios debieron buscar por su cuenta las respuestas en el tintero antes que esperar a que el ministro les contestara vagamente con su cara de perro pachón.

Por mí ya vale.

[PD numérica: con más de la mitad de las pruebas sospechosas analizadas (casi dos mil al principio, recuerden), hay diecinueve muertos confirmados. Va un trecho hasta los doscientos de los que se hablaba a mitad de semana, ¿no?]

viernes, 1 de mayo de 2009

Día 8. Patrullando la ciudad

Confirmado: en la ciudad hay menos miedo que guasa:


Hoy salimos a pasear en coche, y yo que pensaba sentirme como Eduardo Noriega saliendo a la Gran Vía en Abre los ojos, me encuentro con esto:


Con esto:


Y con esto:


Es cierto que en cualquier otro día festivo uno se abre paso a codazos por Francisco I. Madero, pero igual, había bastante gente. Diría además, a ojo de buen cubero, que llevaba mascarillas la mitad de los viandantes. Y hasta besos con lengua se daban en las aceras (obsérvese la pareja a la izquierda de la imagen anterior). Hace mucho calor; la gente se arrima a las fuentes.

***

Baile de números de hoy:

- 908 casos sospechosos analizados (poquito a poco entendiendo, que no vale la pena andar por andar...)
- 511 desestimados
- 397 confirmados
- 381 dados de alta
- 16 muertos (no nuevos, sino de los que había, acuérdense, una lista de 159 a la altura del día 4 de la "contingencia")
- De esos 16, once eran del DF, tres del Estado de México (¿no eran cuatro?), uno de Oaxaca y otro de Tlaxcala (¿no que de Veracruz?). Doce mujeres y cuatro hombres (lo dicho, lo remitiremos a la ministra Aído)

Las dudas siguen siendo las mismas que ayer.

Contra el olvido, sin lugares comunes

LOS POZOS DE LA NIEVE
Berta Vias Mahou
Acantilado, Barcelona
224 pp. 17 €

Dos guerras cruzan Los pozos de la nieve, de Berta Vias Mahou (Madrid, 1961). Una es la civil del 36, historia de múltiples odios que dividieron España y prolegómeno del segundo gran infierno europeo. La otra se libra contra las palabras en pos de recuperar el pasado. Se avisa desde el epígrafe, con versos de Pedro Casariego Córdoba –cuyas líneas se colarán aquí y allá hasta el último episodio–: «Nuestras palabras / nos impiden hablar», y no es casualidad tampoco que el texto comience con una cita de Octavio Paz, el poeta que estrujó las palabras por el rabo («chillen, putas»). Gran paradoja irresoluble: las palabras son las únicas que pueden despejar la maleza del olvido y de los malentendidos que unas veces creó el silencio y otras, ellas mismas. Berta Vias Mahou, que demostró su destreza para usarlas en la novela-dentro-de-la-novela Leo en la cama (Espasa-Calpe, 1999) y en el falso-libro-de-cuentos Ladera norte (Acantilado, 2001), lo sabe bien, y asume esta vez el reto, no sólo de pelearse con la herramienta antes de emplearla con soltura, sino de adentrarse en el tema grave y urgente de recuperar la historia reciente más dolorosa.
            El vehículo es, como en tantas otras novelas, la historia de una familia. Una familia que, como no podría ser de otra forma, pues no tendría nada de particular (véase primera línea de Anna Karenina), está marcada por el amor y el odio entre sus individuos, por acontecimientos terribles, por la tragedia. Pero las estrategias para conducir ese vehículo se parecen poco a tantas otras novelas, están fuera del lugar común. Y algunas son marca de la casa Vias Mahou –alejarse del lugar común, de hecho, es la primera de ellas–.
            Por ejemplo, el juego con los capítulos. Si en Leo en la cama eran títulos célebres levemente modificados, en Los pozos de la nieve son frases hechas –«frases que son como la mala hierba», se dice en algún momento– que sirven para demostrar su oquedad; están tan manoseadas que en ellas cabe cualquier cosa: en «Entre y pregunte sin más», un preludio; en «No tocar. Alta tensión», el deseo entre dos cuerpos; en «Perdonen las molestias», un muerto, y así sucesivamente.
            O por ejemplo, el suspense. Desde el principio hay varios misterios por resolver, y en el camino se van dejando pistas sutiles. Algunos tienen que ver con lo que se cuenta, claro, como los asesinatos que ocurren en Leo en la cama, pero otros, más inquietantes, se refieren a quién cuenta, como los narradores que se suceden en las páginas de Ladera norte. En el caso de Los pozos de la nieve, una intrigante segunda persona le habla a Samuel, treintañero protagonista del plano en presente de la novela –un presente fechado en 1997–, y algo que sucedió, que sabremos en el último capítulo, lo urge a reconstruir la historia de su familia, hasta entonces atisbada sólo por fotografías, cartas y muebles heredados. ¿Son esos objetos quienes le hablan, los que le van desvelando esa historia que no vivió? Que opine el lector atento –no otro le interesa a Berta Vias: «por lo general los autores no suelen poner nada gratuito», declara en su primera novela–. Baste aquí apuntar el mérito de elegir una persona gramatical tan complicada para la narración y salir airoso.
            El otro plano de la novela, alternándose con el tiempo de Samuel, es ese relato familiar, en tercera persona, que pertenece al pasado pero está contado en presente. «Presente, infinitivo, gerundio. Los tiempos del poeta», declara el que parece será narrador de esa historia del pasado. Puede inferirse que ese narrador sea el propio Samuel, instado en el primer capítulo: «A escribir. Despacio, con paciencia, porque cada palabra es una lucha, una lucha con el deseo de callar, con la imposibilidad de hacerlo». (Porque también, dicho sea de paso, ésa es otra marca de la casa: en los libros de Berta Vias, alguien siempre escribe. O lee. O ambas cosas). Ese narrador se cuida constantemente de juzgar, pero no se resiste a hacerlo a veces, antes de que la voz misteriosa lo reconvenga: «tú eres el hombre que debe permanecer al margen y leer la historia que vivieron los demás». Y tampoco utiliza los diálogos, recurso demasiado artificial para la memoria de los otros. Digamos que Samuel se convierte, en fin, en un raro narrador omnisciente: si lo sabe todo, es desde luego con muchas dudas. ¿Y cómo no, si la mayoría de esos recuerdos pasados no son suyos? Y sobre todo, si los buenos y malos no pueden ventilarse en un simple sustantivo. «Fascista, antifascista, burgués. No son más que etiquetas que se ponen a la ligera. Y que una vez asignadas resulta imposible perder de vista, quitárselas de la boca».
            Pero ahí va, ese narrador, bregando con las palabras, abriéndose camino entre viejas fotografías que poco dicen (cada una «parece una tumba, un sepulcro oscuro, frío»), un mueble mudo (cuyos cajones «guardan una infinidad de significados») y muertos que en vida, para colmo, ya eran silenciosos (como Conrado, que se propone su particular cruzada contra las palabras al descubrir, en la incipiente Alemania nazi, que «se han vuelto huecas, falsas, asesinas»). A ese narrador le interesan, sobre todo, palabras precisas, aliteraciones pertinentes, imágenes poderosas. Un paisaje lo conforman «árboles desnudos, esqueletos de color lila, entre nieblas altas y suelos verdes, empapados de lluvia». En un funeral, «todas las cabezas cuelgan, como girasoles al caer la tarde». La piel de Julio, uno de los personajes, «es como la de un animal. No sobra ni un centímetro. Debe de tener hasta la sangre tostada», y otro de ellos, Casimiro, «parece una albondiguilla preparada a la manera de Königsberg. Pálida, lechosa, de carnes blandas». Con personajes enteros, llenos de vida, emocionantes, como los que va construyendo ese narrador, poco importa cómo se llamen –como los capítulos–, y así, Clara a veces es Klara, Conrado es Konrad o Luitgard, Lula. Esos personajes contrastan con el propio Samuel, que aparece desdibujado: a él, claro, nadie «lo narra», sólo lo conmina una extraña voz en segunda persona. Él es el personaje que designa la autora para luchar con las palabras. ¿Para qué? «Para que no se vuelvan a cometer los errores de entonces. Los mismos errores de siempre».
            El fenómeno de ventas Vida y destino, de Vasili Grossman, esa historia de otra familia en medio de otra guerra, demuestra que, afortunadamente, hasta los lectores mayoritarios siguen estimando este tipo de literatura compleja; que ésta sigue siendo necesaria. Novelas así matizan las letras de plomo de los libros de historia; previenen contra la memoria por decreto.


(Publicado originalmente en Revista de Libros, núm. 149, mayo de 2009.)